Por: Keimer Oquendo Argel

De aquella costumbre de antaño de ir a visitar a los abuelos, recorrer sus humildes, pero acogedoras casas, solo queda un bonito recuerdo. Por lo menos para quienes tuvimos la dicha de vivir tan inigualable experiencia, entendemos que es muy poco probable volver contar con ese privilegio. Ahora, existen miles de maneras para ilustrar un poco esas épocas de abundancia.

Cada año, para las temporadas especiales, todos los que de alguna manera tuvimos que ausentarnos de los abuelos, nos preparábamos para tomar camino hacia la vereda o el lugar donde ellos se encontraran. Era una total maravilla poder llegar y ser recibidos con un abrazo y un buen desayuno. Las gentes de alrededor se acercaban a curiosear sobre el forastero o los forasteros que recién llegaban. Tíos, primos y personas que lo vieron a uno crecer, gesticulaban con una gran sonrisa, queriendo dar una bienvenida única y seguramente esperar cualquier detalle que se les llevara del pueblo.

Entre tantas cosas, lo que más queda en el recuerdo es la manera en que se compartía, sin necesidad de recurrir a otro medio aparte de las tertulias familiares y las integraciones que se generaban los domingos, donde llegaban más familiares y mataban el marrano o las gallinas, para hacer luego tamales o el sancocho, que alcanzara, incluso, para los vecinos. ¡Qué decir de las idas al río! Mientras algunos lograban hacer sus faenas en la pesca o lavar la ropa, otros aprovechaban para disfrutar de las cálidas y cristalinas aguas de aquél entonces.

Tiempo después, todo fue cambiando. Ya no se logró ver más la montañita que lo obligaba a uno a bajarse del transporte para caminar con las maletas y llegar hasta la casa. Ahora solo era un lugar totalmente plano y árido, de donde extraen minerales y donde no existe el silencio a ninguna hora del día, por consecuencia de toda clase de maquinarias funcionando en el lugar. El río dejó de ser transparente.

Son tantos los cambios a los que nos vimos obligados a adaptarnos, sobre todo a no ver a los abuelos de manera constante o en vacaciones. Ellos de vez en cuando se las arreglaban para comunicarse vía telefónica, pero no alcanzaban a llamar a todos. De alguna manera, fueron sintiéndose solos, cuidándose entre ellos. Eso, hasta que la vida se los permitiera.

Hoy, muchos abuelitos están sufriendo los efectos de este mal momento que atraviesa la humanidad. Aquellos que lograron superar la evolución tecnológica, tal vez entendieron que este cambio nos convertiría en individuos existencialistas y con capacidad para superar cualquier momento difícil.

 A diario, vemos cómo se nos están yendo en medio de tanta soledad. La experiencia está a punto de extinguirse. Queda atrás la costumbre, incluso, de despedirse en sus últimos instantes de vida. Ya no queda tiempo para eso, ni siquiera para agradecerles. Solo podemos decir adiós desde lejos, sin consolarnos siquiera.