El pasado 6 de julio, cuando el asesinato de líderes sociales en el país se hizo noticia de escándalo nacional, el fiscal, Néstor Humberto Martínez, admitió públicamente que esos crímenes ocurren principalmente donde operan ejércitos del narcotráfico. Y en medio de su exposición dio un ejemplo: “En Cáceres (Antioquia), la tasa de crecimiento del homicidio ha sido del 175 % en lo que va del año”. Lo increíble de esta revelación es que se trata de un diagnóstico que viene creciendo en exceso desde 2016.

La evidencia son los múltiples reportes de riesgo expedidos por la Defensoría del Pueblo que detallan cómo en el departamento de Antioquia, y en particular en la región del Bajo Cauca, la violencia se ha sostenido, la mayoría de veces asociada a la dinámica ilegal del narcotráfico. En esa ofensiva de estructuras ilegales, muchas veces relacionadas con la connivencia de agentes estatales, la población civil está poniendo las víctimas.

El Espectador evaluó varios de los informes de alerta temprana en Antioquia realizados por la Defensoría del Pueblo este año, y en ellos queda clara la radiografía de lo que está pasando en el Bajo Cauca y otras regiones del departamento. En el caso de Cáceres, por ejemplo, el organismo detalló en la alerta temprana de inminencia 009, emitida el 22 de enero, cómo las disputas de grupos herederos del paramilitarismo han creado un escenario de riesgo para las comunidades de las zonas rurales que viven en medio del fuego cruzado.

“Hay temor por el límite en el control territorial que establecen los grupos armados ilegales, tanto en el casco urbano como en la zona rural. Los sitios públicos permanecen vacíos por temor a enfrentamientos o atentados; en la noche las calles y establecimientos comerciales permanecen sin afluencia de público”, detalló la Defensoría del Pueblo.

Sólo en los dos primeros meses de 2018 los enfrentamientos dejaron más de 1.600 personas desplazadas en cinco eventos masivos que fueron documentados y denunciados incluso por organismos internacionales. La Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) aseguró en febrero que el desplazamiento se había dado en comunidades campesinas, indígenas y afrocolombianas de 18 veredas de la zona rural de Cáceres y que era consecuencia directa de los enfrentamientos entre las AGC y los Caparrapos, como parte de las disputas por el control territorial.

Denuncias más recientes de la Asociación de Cabildos Indígenas de Antioquia señalan que cinco núcleos familiares de Cáceres, uno de ellos de origen indígena, tuvieron que abandonar la región. La organización indígena tiene su propio balance para demostrar que es evidente la participación de grupos paramilitares en varios asesinatos de los líderes de sus comunidades.

El fenómeno de Cáceres se replica en otros municipios del departamento con los mismos actores armados. El pasado 4 de abril la Defensoría entregó al Ministerio del Interior un documento de 12 páginas en el que describe la situación de vulneración colectiva de derechos humanos a la que están expuestos los habitantes de la zona rural y urbana de Caucasia.

Paradójicamente, el reporte indica que en este municipio hay poca presencia de cultivos ilícitos, pero en cambio se localiza uno de los principales centros de comercialización de oro, lo que quizás explica la alta presencia de grupos paramilitares. Situado a 280 kilómetros de Medellín, en Caucasia la violencia está asociada a los rezagos que dejó el paramilitarismo. Tras la desmovilización del bloque Central Bolívar, quienes se apartaron de los acuerdos terminaron creando su propia estructura ilegal.

Se los conoce como los Caparrapos, y en su expansión territorial pasaron a ser parte de la estructura del bloque Pacificadores del Bajo Cauca y el sur de Córdoba, bajo la denominación de frente Virgilio Peralta. De manera paralela, las Autodefensas Gaitanistas de Colombiahan mantenido su presencia en la zona, y su frente Julio César Vargas libra una guerra aparte con los Caparrapos. Esta violencia cruzada tiene como objetivo el control de las economías ilícitas y los territorios.

Un panorama similar se vive en los municipios de Segovia y Remedios, en el nordeste antioqueño, afectados por la crítica situación creada por exdesmovilizados o componentes de grupos armados. En una alerta de la Defensoría del Pueblo del 14 de junio de 2018 se explica que, aunque desde 2012 las Autodefensas Gaitanistas establecieron métodos de control, en el área también hace presencia un sector de los llamados Rastrojos.

Ya hacia 2016, la disputa se extendió también a la pelea territorial entre las Gaitanistas y un grupo local autodenominado Nueva Generación.Eso sin desconocer que, luego del retiro de las Farc de la zona, empezó a incursionar con mucha fuerza el Eln. En ese contexto, el resultado ha sido un inusitado crecimiento en los homicidios, las amenazas y el desplazamiento forzado. Como en los casos anteriores, la presencia del Estado es débil.

De la misma forma que en los anteriores informes, la Defensoría del Pueblo ha emitido reiteradas recomendaciones para que la Gobernación de Antioquia, las alcaldías, el Ministerio de Defensa, el Ejército y la Policía adopten medidas que pongan fin a los actos intimidatorios que a diario imponen los grupos ilegales. El defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret, ha insistido una y otra vez en que el tema en Antioquia es particularmente grave y urgen acciones.

Los informes de la Defensoría del Pueblo coinciden con los reportes de organizaciones de derechos humanos. El Espectador también tuvo acceso a un detallado documento preparado por la Asociación de Víctimas y Sobrevivientes del Nordeste Antioqueño (Asovisna) y la Corporación Jurídica Libertad, en el que no sólo se reporta que hay 14 municipios de Antioquia afectados por hasta tres grupos paramilitares diferentes, sino la manera como estas estructuras arremeten contra la población civil.

En contraste con la mayoría de los reportes oficiales, este informe hace énfasis en que la violencia no es un tema asociado solamente al narcotráfico, pues también se advierten presiones respecto al desarrollo de grandes proyectos mineros o hidroeléctricos. Es decir, más allá del debate sobre el carácter contrainsurgente de estas estructuras armadas, existe un claro interés de los violentos por afectar a los grupos sociales que disienten del régimen social vigente.

Según sus conclusiones, los efectos de la estrategia paramilitar siempre se han traducido en la autocensura de las organizaciones y las comunidades, que han optado por silenciarse para sobrevivir. Para la plataforma Nodo Antioquia, de la Coordinación Europa-Estados Unidos—que también intervino en la elaboración del informe— es claro que si el Estado no desmonta estas estructuras va a ser imposible el cumplimiento de los Acuerdos de La Habana.

En síntesis, las advertencias de la Defensoría del Pueblo y los reportes de las organizaciones de derechos humanos coinciden con la aceptación que el fiscal Martínez Neira hizo de la gravedad de situaciones como la de Cauca y Antioquia. En particular, el fiscal calificó la situación como “dramática y preocupante” en el Bajo Cauca antioqueño. Allí, el homicidio ha crecido este año en un 164 %. El problema es que, a pesar de los esfuerzos de las autoridades, el número de capturados no es suficiente.

Vía El Espectador.